Me vais a permitir que os cuente hoy una historia personal. Lo hago porque creo que es sintomática de la sociedad española actual.
Hace algunas semanas conseguí mesa en El Paraguas, ese ansiado restaurante al que seguía la pista desde hacía meses. Varios compañeros de trabajo me habían alabado la calidad de la comida, haciendo que mi interés creciera aún más, porque si bien hay multitud de restaurantes en Madrid, siempre gusta probar lo nuevo, sobre todo cuando viene avalado por las buenas críticas.
Tremenda decepción. La cocina es excelente, que quede claro, que se come de maravilla, pero entre el maître y los camareros se encargaron de estropearnos la cena, que además, era de trabajo. Dudo que sepan en la cocina lo que sucede en la sala.
Por lo visto, llenar todas las noches te da carta blanca para tratar mal a los clientes, algo que subyace en la cultura española de vivir al día y de no preocuparse por el futuro. No son sólo los restaurantes, y no se maltrata únicamente a los turistas. Antes bien, es algo que tenemos enquistado bajo la piel, que sufrimos a diario y que me molesta profundamente.
Os prometo que busqué cámaras ocultas, y que ya me veía saliendo en televisión, en alguno de esos programas de bromas que tan poco me gustan. Habíamos pedido unos aperitivos, una copa de vino blanco y unas manzanillas. Al comenzar la cena, éramos cinco comensales y teníamos seis copas de agua, porque en su atolondramiento habían rellenado con agua la copa de vino blanco. Algo que puede pasarle a cualquiera, hasta aquí nada que objetar.
¿Qué haríais vosotros? Porque a lo mejor resulta que el raro soy yo. Pediríais que se la llevaran, supongo. La respuesta de la camarera, en un tono neutro desprovisto de la menor emoción, fue – palabras textuales – que la retiraría cuando la señora se la hubiese bebido. Pero esto fue sólo el principio de una larga noche llena de despropósitos, de platos descolocados y de postres equivocados, todo ello aderezado con bastante mala educación. No exagero, más bien le estoy quitando hierro a mi indignación, y tampoco quiero aburriros con los detalles.
Habrá quien valore más ser visto que comer bien o pasar un rato agradable, pero os aseguro que no es mi caso. Por lo que a mí respecta, estoy harto de hacer la vista gorda y dejar que los incompetentes espabilados se salgan con la suya.
Hace algunas semanas conseguí mesa en El Paraguas, ese ansiado restaurante al que seguía la pista desde hacía meses. Varios compañeros de trabajo me habían alabado la calidad de la comida, haciendo que mi interés creciera aún más, porque si bien hay multitud de restaurantes en Madrid, siempre gusta probar lo nuevo, sobre todo cuando viene avalado por las buenas críticas.
Tremenda decepción. La cocina es excelente, que quede claro, que se come de maravilla, pero entre el maître y los camareros se encargaron de estropearnos la cena, que además, era de trabajo. Dudo que sepan en la cocina lo que sucede en la sala.
Por lo visto, llenar todas las noches te da carta blanca para tratar mal a los clientes, algo que subyace en la cultura española de vivir al día y de no preocuparse por el futuro. No son sólo los restaurantes, y no se maltrata únicamente a los turistas. Antes bien, es algo que tenemos enquistado bajo la piel, que sufrimos a diario y que me molesta profundamente.
Os prometo que busqué cámaras ocultas, y que ya me veía saliendo en televisión, en alguno de esos programas de bromas que tan poco me gustan. Habíamos pedido unos aperitivos, una copa de vino blanco y unas manzanillas. Al comenzar la cena, éramos cinco comensales y teníamos seis copas de agua, porque en su atolondramiento habían rellenado con agua la copa de vino blanco. Algo que puede pasarle a cualquiera, hasta aquí nada que objetar.
¿Qué haríais vosotros? Porque a lo mejor resulta que el raro soy yo. Pediríais que se la llevaran, supongo. La respuesta de la camarera, en un tono neutro desprovisto de la menor emoción, fue – palabras textuales – que la retiraría cuando la señora se la hubiese bebido. Pero esto fue sólo el principio de una larga noche llena de despropósitos, de platos descolocados y de postres equivocados, todo ello aderezado con bastante mala educación. No exagero, más bien le estoy quitando hierro a mi indignación, y tampoco quiero aburriros con los detalles.
Habrá quien valore más ser visto que comer bien o pasar un rato agradable, pero os aseguro que no es mi caso. Por lo que a mí respecta, estoy harto de hacer la vista gorda y dejar que los incompetentes espabilados se salgan con la suya.
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El otro día fui a comprar un libro de fotografía, bastante caro, para un regalo. Visité cuatro grandes librerías y todos los ejemplares estaban dañados. ¿Tan difícil es poner uno para que los clientes lo vean y proteger el resto?
Cuando hice saber a los dependientes que no regalaría un libro dañado, se encogieron de hombros y me miraron como a un bicho raro.
Una prueba más de que les da lo mismo. Luego diremos que hay crisis y que ya no se vende.
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Llevo varios días buscando una guía Michelin para mis vacaciones. He visitado once grandes librerías, varias de ellas especializadas en viajes y ninguna la tiene. Menos mal que estamos en época de vacaciones. Seguramente repondrán el stock en octubre y se quejarán de que no venden.
Pienso que estamos rodeados de gente apática sin el más mínimo sentido de la responsabilidad. O quizás yo soy demasiado exigente.